Memoria de la vida
Ángel Cagigas, 2010. Universidad de Jaén
Catálogo de la exposición “Resiliencias / Cajas de memoria” de Rossana Zaera
“Al contemplar los últimos trabajos de Rossana Zaera se me ocurre que la mejor manera de definirlos sería como una obra en marcha, una obra que se retrotrae a sus trabajos anteriores y se continuará en los que siga creando. Y lo digo porque me parecen una continuación natural de series anteriores como Vivir, Anatomías, Heridas, cicatrices y otras condecoraciones, Habitaciones sin número o Rostros, series que pertenecen a un continuo, a un todo, a una obra en progreso que no para, que no puede detenerse y en la que nos muestra su concepción del mundo, su cosmovisión.
En Resiliencias nos habla de la capacidad de los seres vivos para perseverar en la vida, con el convencimiento de que somos seres dotados de una fuerza interna mucho más poderosa de lo que creemos, una fuerza que nos permite sobreponernos a los cambios, a las crisis, y en buena parte de las ocasiones salir de estas pruebas fortalecidos. Quizás ahí radique el sentido de la vida pues la alegría, la felicidad en sí misma parece plana, sin profundidad, mientras que lo que nos da relieve, lo que configura la profundidad de nuestra personalidad es el dolor, los trances que jalonan nuestras vidas y que en ocasiones superamos mientras que en otras nos vencen, pero que siempre cubren de grietas nuestras pieles y confieren matices a nuestro espíritu, a nuestra mente, suministrándonos una alegría de vivir que en buena parte proviene precisamente de la capacidad de superar nuestro dolor.
En esta serie Rossana Zaera parte de imágenes del mundo vegetal, en obras como «El sueño» vemos un mundo destrozado, quemado, aniquilado, aparentemente muerto, pero del que inesperadamente surge una nueva luz, un renacimiento, un brote verde que reinicia el periplo de la vida pues en realidad ésta no se reduce más que al mecanismo repetido una y mil veces del morir y del nacer. Y en este caso nos muestra tal mecanismo a través de una metáfora vegetal que me recuerda a un autor hoy olvidado, Gustav Theodor Fechner, y a uno de sus libros emblemáticos, Nanna o la vida anímica de las plantas, donde aboga por un mundo anímico en el que incluso los seres vivos inmóviles, las plantas, aquellos entes vivos más alejados de lo humano, tienen alma, encarnada en Nanna, la diosa germánica de la vida vegetal, y pueden sentir y así reaccionar y actuar en función de sus propios impulsos; de hecho Fechner afirma que «El crecimiento del feto en el cuerpo materno podría tener la mayor analogía con el crecimiento de las plantas en la medida que, como la planta, desde el inicio elabora él mismo sus propios órganos […] las plantas son niños ya que no abandonan la tierra, su madre colectiva, se aferran a ella y extraen de ella su alimento. […] La planta permanece siempre clavada al pecho materno»[1]. En este sentido, las plantas serían entes animados, capaces de sentir y de responder anímicamente a tales estímulos, aunque limitados por su dependencia de la tierra, como todos por otra parte.
Tal afirmación me recuerda también a los planteamientos del movimiento romántico, tan aferrado a la representación de los pares de conceptos creación-destrucción o desintegración-reintegración y a la recreación de la belleza de la descomposición a partir de la que se crea vida, así como al análisis de la relación entre el ser humano y la naturaleza. Y este paso desde lo vegetal a lo humano, este repaso de la analogía entre las estructuras anatómicas y fisiológicas vegetales y humanas, esa visión de una semilla de la que surge un brote que se asemeja a un cerebro del que surgiese una nueva idea, como ocurre en «El brote», en «Hojas de otoño» o en «Nido», me trae a la mente también imágenes de la obra reciente de Marina Núñez, imágenes de ciencia-ficción, figuras de mujeres tumbadas en la tierra reseca de cuya carne surgen árboles diminutos, mujeres que comienzan a ser invadidas por un follaje que emana de su propio interior, mujeres híbridas de planta y ser humano, imágenes que en este caso se traducen en una visión distópica de nuestro presente y futuro inmediato mientras que las imágenes de la obra de Rossana Zaera nos hablan de la esperanza de la reorganización, del renacimiento, de nuevas posibilidades utópicas.
Esa esperanza inmersa en la obra entera de Rossana Zaera nos devuelve al concepto de resiliencia que da título a esta serie y que no es más que la capacidad para resistir el dolor, la crisis, el sufrimiento, la adversidad, y poniendo en juego nuestra habilidad para encajar tales golpes salir de estas experiencias transformados, fortalecidos, para así, más allá del éxito de nuestras acciones, extraer de ellas resultados positivos; un concepto cercano a la filosofía oriental que me recuerda ciertas fábulas que lejos de ensalzar la fuerza bruta, apuestan por la ductilidad, por una engañosa fragilidad que permite perseverar en el ser.
En esta serie me interesan sobre todo esas imágenes en las que aparecen huesos humanos, cráneos, columnas vertebrales, esqueletos enteros, como en «Cráneo con ramas», «Cerebro con lirio», «Floración» o «El vaso de barro», que nos muestran huesos enterrados, muertos, sin vida, a partir de los cuales en la superficie surge la vida vegetal, y así la muerte de lo humano procura la vida vegetal, muerte y vida se dan la mano pues en realidad son la misma cosa, las dos caras de una misma moneda.
Todo esto me hace pensar también en la medida del tiempo geológico, que diría Eduardo Punset, y me trae a la mente el trabajo del arqueólogo, del historiador, trabajo que en el caso de Rossana Zaera se traduce en el interés extremo por lo biográfico que se puede contemplar en buena parte de su producción y que es el eje nodal de su serie titulada Cajas de memoria. Son unas cajas pequeñas, unas cajas de zapatos que encierran toda una vida y que pueden funcionar como una memoria portátil, algo que me entusiasma pues al igual que Enrique Vila-Matas, y en la estela de los autores pertenecientes a la Sociedad Secreta de los Portátiles o Sociedad Shandy, como Marcel Duchamp o Walter Benjamin, que tenían como meta la creación de obra artística que se pudiera transportar en una maleta, yo también soy un admirador de lo portátil, y en estas cajas cabe toda una obra, toda una vida, toda una memoria viva de un pasado que todavía activa e interviene en el presente.
Son cajas de memoria, cajas de dolor, cajas de vida, cajas de zapatos que nos devuelven a la infancia de Rossana Zaera, a la zapatería familiar, cajas en las que se guardan sus experiencias, cajas que encierran el recuerdo de sus padres y el de sus abuelos, cajas que guardan zapatos con alzas, los zapatos de su niñez, cajas que son habitaciones de hospital, con sus hileras de camas, con sus recuerdos de niños enfermos, cajas llenas de chatarra entre la que surge un corazón dorado, escoria de la que emana lo prodigioso, cajas en las que vemos escaleras al cielo, escaleras a otra realidad, quizás esperanzadora…, o al menos diferente, como si un niño imaginase el futuro.
Son cajas en las que se mezcla, como mezclada está en la vida, nuestra memoria episódica y nuestra memoria emocional, el laberinto de los hechos de nuestras vidas y el laberinto de nuestras pasiones. Son cajas con recuerdos propios y recuerdos ajenos, cajas abiertas y cajas cerradas, y tal vez podamos imaginar las cajas cerradas como guardianes de pasajes de nuestras propias vidas, en cuyo caso tal conciencia podría ser el acicate para procurarnos nuestras propias cajas de memoria; de hecho, al contemplar estas cajas yo he vuelto atrás para recordar pasajes de mi vida, para repasarlos recreándome en ellos y analizando sus efectos sobre mi vida actual. Son decenas, cientos de cajas que se asemejan a los muebles secreter chinos con sus decenas de cajoncitos que guardan, encierran o esconden secretos, secretos que en estas cajas salen a la luz, se hacen públicos y así ganan realidad pues seguramente lo que no se cuenta pierde grados de existencia, pero además se esclerotiza y cercena nuestro vivir; así esta publicidad, este trabajo de extracción de vivencias lleva ciertos contenidos de lo subconsciente a lo consciente para de esta manera quizás desactivar su carga emocional, asimilándolos para así seguir viviendo más plenamente.
Las cajas de memoria son decorados, escenarios de un entorno físico que recrea peripecias vitales y cuya materialidad nos remite a lo inmaterial, al mundo mental, en realidad podríamos definirlos como escenarios mentales que nos hablan de la vida íntima de la artista y son prueba de su compromiso con el arte. Son instalaciones, o mejor dicho, microinstalaciones, que pueden definirse como objetos poéticos que nos enfrentan a la importancia de lo biográfico y a la narración misma como creadora de vida, con el objetivo de hacer arte de la propia vida, que en realidad es la materia prima del arte.
Pero quizás lo más definitorio de estas dos series complementarias, Cajas de memoria, anclada en el relato biográfico entendido como nuestro tiempo vital, y Resiliencias, centrada en el relato vital entendido desde una perspectiva geológica, sea la importancia que se confiere al proceso, un proceso pulcro y sutil que prima el valor de la creación sobre el del producto creativo, lo cual dota de vitalidad a estos proyectos pues así se genera la posibilidad de interacción con el espectador que puede entrar en el juego iniciando su propio proceso creativo con la misma metodología y la misma finalidad del trabajo de Rossana Zaera, convirtiéndose así aquél en creador de su propio relato, logrando en el mejor de los casos integrar sus experiencias a través de su actividad artística, uniendo vida y arte, insuflando vida al arte y arte a la vida.”