La estética del dolor
Ignacio Carrión. EL PAIS 18/12/2005
En esta ocasión hazme caso y deja que tu cuerpo piense, y que tu mente ocie, y no al revés. No trates de interpretar las emociones o, aún menos, de contenerlas. Si ofreces la mínima resistencia a la embriaguez melancólica que producen los cuadros de Rossana Zaera (Castellón, 1959), perderás el efecto principal de su obra: la enriquecedora experiencia de un lento recorrido por el sufrimiento humano que aparece en la niñez y persiste durante toda la vida. En realidad, los cuadros no son más que trozos o instantes de ese mismo sufrimiento colgados en la pared. Es decir, colgados en la memoria siempre habitada por fantasmas y miedos no sólo de la propia autora sino de cada uno de nosotros. A través de su obra, y con una sensibilidad comparable a su imaginación, Rossana Zaera nos autoriza a evocar nuestros recuerdos de enfermedad y a unirlos a los suyos para formar parte, todos juntos, del vasto patrimonio del sufrimiento de la Humanidad.
He visitado dos veces esta inquietante y conmovedora exposición (Anatomía de las sombras, La Nau, Universitat de Valencia), y quizá la visite una vez más antes de su clausura 15 de enero, y en ambas ocasiones he vivido -como supongo que le ocurre a cuantos la visitan- una experiencia casi hipnótica de sentimientos encontrados, una especie de alucinación en un estado de ensimismamiento durante el que me preguntaba si existe un solo ser humano que ignore lo que es la enfermedad, que no haya sido herido física o psíquicamente, alguien que no sienta la opresión de un vendaje aunque sea invisible, el dolor de una cura, el miedo y el insomnio de una noche en una cama sin número de hospital, las horas previas a la anestesia y al quirófano.
El ser humano es, irremisiblemente, un enfermo casi siempre anónimo. Hay muy pocas excepciones. Puede mejorar el escenario. Lujo y enfermedad de todos modos no se llevan demasiado bien. Las heridas de los privilegiados siguen siendo heridas aunque sus vendajes alcancen la perfección y la limpieza extremas. Esto no cambia las cosas. Sábanas de hilo bajo las que se oculta el humillante protector de plástico. La humillación únicamente se disimula. Pero quién sabe si ese último y desesperado esfuerzo cosmético no incrementa aún más los padecimientos de la víctima. Por otra parte, el dolor del alma es un dolor desnudo.
Rossana Zaera pinta camas como si fueran más bien seres vivos con apariencia de objetos suspendidos en el abismo o, tal vez, y como ella misma dice, esas camas son ya una parte del abismo. Pero algunas tienen raíces y espartos retorcidos que se hunden en la tierra. Camas en cierto modo vegetales que nos recuerdan aquellas en las que malviven cruelmente algunos moribundos. ¿No hablamos, acaso, del estado vegetal de ciertos enfermos crónicos? Pero aquí su existencia no es atroz. Este arte no recrea truculencias. No da cabida a lo morboso. Así, por ejemplo, hay varias pinzas de quirófano provistas de alas. Hay agujas separadas de las jeringuillas que vuelan transformadas en libélulas. Ya no van a producirnos más dolor. Hay huesos adheridos a su propio espíritu como a la médula visible en las almagrafías que no son más que las radiografías del más allá inventadas por la pintora, encerradas en sus deslumbrantes cajas de luz.
Pero nunca logramos alejarnos de las camas sin número. Ejercen un hechizo que nos obliga a volver sobre ellas. ¿Hay niños en esas camas? ¿Son ancianos? ¿Qué sienten envueltos en la ambigüedad de gasas y vendajes? ¿Son fantasmas? ¿Es éste el rostro de una novia risueña cubierto por un velo de farmacia salpicado de flores? También existen esas camas desocupadas en espera de nuevos cuerpos. Son camas provisionalmente vacías de dolor. Una, en particular, nos sobrecoge. Su colchón ha sido plegado sobre el somier. La puerta de la habitación la recuerdas entreabierta. Tu padre enfermo estaba allí esta mañana. Pero ya no sigue allí esta noche. ¿Ha muerto y te lo han ocultado? Su lecho era una página abierta y luminosa, pero han plegado el colchón, han cerrado el libro de su existencia. No lo verás nunca más. Pero recordarás esa cama, escribirás sobre ella, la pintarás de mil modos dentro o fuera del abismo. Será un mandamiento para tu memoria: no la olvides. No preguntes por qué. Deja que el cuerpo piense.
Mientras estoy hablando con Rossana Zaera ante sus cuadros, recuerdo a los niños de San Juan de Dios acostados en aquellas camas de hierro en el hospital de la Malvarrosa, en Valencia. Por estas fechas mi padre me llevaba a verlos. Mi padre era médico y trabajaba en aquél hospital cerca del mar. Recuerdo que comprábamos juguetes para esos niños enfermos. Subíamos cargados aquellas escaleras fregadas con lejía y entrábamos en las salas con las camas alineadas (tan parecidas a las que estoy viendo en esta exposición) y los niños clavaban sus ojos en los paquetes y en las bolsas. Recuerdo el eco de sus gritos. Niños muy pobres, algunos gitanos, y yo pensaba: no solo enfermos, operados, con escayolas, con dolor, sino que además están solos. ¿Y sus padres? ¿Y sus hermanos? Luego callaban y abrían los paquetes. Sus cabezas estaban peladas al cero. Años de posguerra, piojos, años largos y miserables.
La obra reunida aquí posee la impagable virtud de ser sincera y compasiva. Y esto todavía la hace, si cabe, más hermosa e inolvidable a pesar del horror que refleja. O precisamente a causa de ese mismo horror. Despierta, eso sí, un deseo urgente de comunicación y un sentimiento de solidaridad con los que sufren. También, un violento rechazo del dolor ocasionado por la pobreza, las guerras, el abandono y la soledad a los que son condenados injustamente millones de seres humanos en todo el mundo, algunos muy cerca de nuestras casas.